Largas tardes de verano

¡Qué lejos quedan esos quince años en los que no había nada más importante que estar con las amigas! Las largas tardes de verano se hacían cortas, hablando y riendo como pequeñas locas. El tiempo era algo que solo interesaba a los adultos, obsesionados con poner puertas al campo. Nosotras solo queríamos ser libres, correr por la orilla de la playa, zambullirnos bajo las olas y parecer croquetas rebozadas en arena.

Al levantarnos cada mañana, nos sentíamos presas de la injusticia. Tener que cumplir con las tareas veraniegas que nos adjudicaban al finalizar el curso era la mayor de las maratones. Por suerte, nos dejaban levantarnos algo más tarde de lo normal, aunque no mucho más, pero luego comenzaba la travesía por el desierto: recoger la habitación, barrer el suelo, doblar la ropa lavada, salir a hacer algunos recados para mamá, papá o la abuela… Aunque hubiésemos sacado el curso con matrícula, también debíamos repasar para no olvidar lo aprendido. ¡Por dios, qué martirio! ¿Quién quiere analizar comentarios de texto o resolver problemas de cinética cuando nos rodea el azul de tanto cielo y océano?

Mamá era tolerante conmigo. Sabía que merecía olvidarme de tanto estudio y deporte reglado y, simplemente, disfrutar. Alrededor de la una del mediodía, dejaba que almorzara sola y, desde que sonaba el telefonillo, desataba la soga de la invisible pero real responsabilidad. Mi mejor amiga pasaba por casa y se iniciaba de verdad el nuevo día.

Bajábamos caminando desde la zona alta de la ciudad hasta la playa. Se nos hacían tan cortos esos seis o siete kilómetros hasta que poníamos nuestros pies en la ardiente y rubia arena. Allí nos juntábamos con el resto. Las mejores cinco amigas del mundo, hasta el infinito y más allá. Unas niñas con cuerpos de mujeres, ¡O de anguilas, pura fibra escurridiza! Desconocíamos qué era la obesidad, la chía, el veganismo, las dietas détox o la necesidad de consumir alimentos antioxidantes. Solo disfrutábamos del puro presente, como si dejarlo para otro día supusiera perder la ocasión para siempre. El mañana no existía. Nos unía el ahora, la arena, el mar revoltoso, las confidencias adolescentes… Y los lazos eran sumamente fuertes.

Si teníamos la suerte de que tocara marea baja por la tarde, se nos iluminaba la cara. Tapábamos las mochilas con nuestras toallas, como si así las protegiésemos con una coraza transparente e impenetrable y corríamos hacia el agua, gritando y pataleando, salpicándonos las unas a las otras y lanzándonos bolas de arena que dolían como diablos. Nadábamos veloces y ágiles, como sardinillas en cardúmenes, rumbo hacia La Barra. Con los pies descalzos, intentando no pisar zonas demasiado resbaladizas, ni erizos, íbamos dando zancadas como gacelas hasta llegar al Ascensor, donde nos esperaba una cola de descerebrados como nosotras, esperando su turno para lanzarse al otro lado de esta barrera natural que convertía la Playa de Las Canteras en la mejor y más segura playa urbana del mundo.

Algunos minutos más tarde, nos tocaba a nosotras. Nos agarrábamos de las manos y saltábamos a mar abierto, haciendo mil y una boberías mientras caíamos. Luego, muertas de la risa, nos soltábamos y esperábamos que una ola grandota nos elevase y depositase sobre La Barra. Cinco o seis zambullidas después, regresábamos a la playa, rendidas y agotadas, llenas de raspones y rozaduras y, en ocasiones, rojeces dolorosas de picadas de aguavivas. Los ojos, colorados como antoñitos, daban fe del cansancio. Nos tumbábamos boca abajo sobre la arena caliente y sacábamos los bocadillos de las mochilas plagadas de remaches, parches y nombres escritos con rotulador. Los mordíamos con descarada avidez.

La merienda se espaciaba hasta rozar las seis de la tarde. Luego, un rato más de carreras por la arena mojada o jugar al brilé. Baño va, baño viene, hasta que la tarde iba tocando a su fin y todas éramos conscientes de que había que regresar a casa antes de que empezase a oscurecer.

Recoger siempre se hacía pesado. Secarse bien, limpiar mejor los pies para que no quedara un grano de arena que mamá pudiera recriminar y dirigirnos al Parque de Santa Catalina, donde subíamos a las guaguas que nos llevaban a las distintas zonas de la ciudad donde vivíamos. Al llegar a casa, ducha refrescante, mucho aftersun y las saciantes y refrescantes cenas de mamá. ¿Quién no querría volver a tener quince años?

Sentada en una terraza del paseo, al atardecer, miro de lejos a mi hija y sus maravillosos quince años.

Largas tardes de verano, relato corto original de Laube Leal
Diversión asegurada en esas largas tardes de verano…

“Largas tardes de verano” es un relato original de Laube Leal y que transcurre en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria.

Este post incluye publicidad sobre servicios y productos que yo suelo demandar y/o adquirir.

6 Comentarios

  1. Marhya

    ¡Ay, los veranos de adolescencia! Nunca el verano tuvo el mismo significado que entonces.
    Un abrazo.

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    • Laube Leal

      Son los “veranos” por excelencia, ¿verdad, María? ¡Qué bien lo pasábamos!

      Un besito.

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  2. Mina Ortiz

    ¡Cómo me has hecho revivir esa primera juventud!

    Esas tardes en la playa, jamás las podría olvidar. No paraba la pata y después de la playita, de marcha hasta las tantas de la madrugada. Claro, a los 15 no, pero a los 16 o 17, sí. Suerte que iba acompañada de Miguel, jajajaja
    Ahora mi hijo, que está a punto de cumplir los 20, tampoco para la pata y a veces se me olvida que, la juventud es así.

    Me ha gustado un montón, Laura.

    Muacksssss

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    • Laube Leal

      Lo que nos reíamos… No sé cómo aguantábamos tantas horas encima sin parar. ¡La edad! La playa, además, nos dejaba agotadas. ¿Recuerdas? Pero sacábamos fuerza para seguir en la brecha…

      Esto se tiene que vivir, Mina. Si no, lo intentarás cuando ya tenga poco sentido.

      Me alegra que te haya gustado y lo hayas disfrutado.

      Muaccccc

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  3. Manolo Santana

    ¡Qué tiempos, que ya no volverán!
    Por desgracia hoy en día tendemos a la sobreprotección de los hijos, culpa de la mandad que parece ganar la batalla a la bondad humana.
    Y eso elimina cualquier posibilidad de libertad.

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