Esperaba sentada en la cafetería de siempre, en la pequeña mesita de la esquina por la que nadie tenía que pasar, salvo el joven camarero del pelo de pincho cuando me traía mi taza de té o de café. Llovía y me gustaba sentarme junto al gran ventanal con letras doradas impresas. Me encantaba ver cómo las gotas de la lluvia chocaban contra él y se deslizaban hacia abajo. Las seguía con la mirada mientras, a ratos, trasteaba con el móvil, igual que la mayoría de quienes estaban sentados a mi alrededor. La única diferencia es que, a menudo, me entretenía más mirando a toda esa fauna que me rodeaba que con mi móvil, convertido en refugio frente a otras personas.
Cambié de posición y desvié la mirada. Los clientes entraban sin parar y se dirigían directos a la barra. Los cafés aparecían desde todas las direcciones, servidos en tazas blancas de todos los tamaños. Algunos salían en esos vasos de porexpan donde todo sabe horrible. Una debería beber siempre su café en una tacita y, si es bonita, mejor. Miré la mía, que aún seguía sobre la mesa y la acaricié con la mano abierta. Seguía calentita a pesar de que ya no quedaba ni rastro del rooibos que había tomado. A través del cristal veía todo un carnaval de personas variopintas que se arremolinaban en torno al semáforo que presidía orgulloso la esquina. Se ponía en verde y todos salían al trote, esquivándose unos a otros, adelantándose y hasta tropezándose. Parecían querer llegar los primeros al otro lado de la calle y no había premio; solo otro semáforo en rojo insolente.
Saqué del bolso el pequeño cuaderno con esa preciosa portada pintada a mano por mi amiga Mina. Era una vaca a la que le salían unas flores de colores a ambos lados de las orejas. Mirarla siempre me sacaba una sonrisa. Me preguntaba cómo se le habría ocurrido a Mina dibujar esos floripondios tan coloridos. Su imaginación no tenía límites y eso me encantaba. Casi reí y me autocensuré tapándome la boca con la mano. Abrí el pequeño cuaderno y pasé las hojas hasta llegar a una página en blanco. Levanté la mirada hacia la calle y oteé a través del cristal… Fruncí el ceño. Miré a izquierda y a derecha y no vi a nadie. ¡A nadie! Me giré torpe y rápidamente queriendo gritar y dando un manotazo a la taza vacía que salió despedida, cayendo ruidosamente en el suelo y haciéndose trizas. El grito se congeló como una estalactita que se me clavó en la garganta. Todo el mundo se había esfumado. Y comencé a escribir en mi pequeño cuaderno de portada preciosa pintada a mano…
Qué chulo Laura, me ha gustado mucho, te estaba imaginando totalmente!
Qué buenos esos momentos que nos viene la inspiración 🙂
Besotes
¡Gracias, Ana! Has captado la esencia… Creo que no todo el mundo lo ha hecho. 😉
Besitos reina.
Muy bonito!!! Ya me estaba tomando yo el rooibos contigo haciendo lo mismo que tú hacías. Precioso!!! Besitos, guapa!!
¡Gracias Patricia! Venga, nos servimos dos rooibos.
Muaccccccccccc
Cuando empiezo a leer y a tres palabras me transporto a la historia, es porque me está gustando, Brava Laura, me encanta como expresas cualquier situación…
Y ya que nombras a la vaquita presumida y a una servidora, te diré que me gusta, me encanta y me apasiona, dibujar con fantasía y color y más cuando piensas en la persona a la que le estás dibujando algo, en este caso a ti, me reflejas alegría, frescura…¡cuánto me alegro que al mirar a la vaca, te robe una sonrisa…!
Muackissssss
Muchas gracias, Mina. Me alegra que te gusten estas pequeñas historias y, sobre todo, te transporten.
Ya sabes cómo me gusta la vaquita colorida.
🙂
Ya ves, aquí estoy otra vez y, lo he vuelto a leer.
Qué sublime sensación es la inspiración, que cuando te llega, ni el ruido más ensordecedor es capaz de hacerte regresar…
Muacksssss
Un relato realmente vivo y vivido, me encanta hacer lo que has descrito, pasar inadvertida y observar e imaginar.
Me ha encantado y me he quedado con ganas de que siguiera.
Un besote preciosa