Ayer, riendo y hablando con los amigos, me parecía muy lejana mi primera vez y, hoy, aquí, solo, de pie ante este inmenso océano azul, me siento de nuevo pequeño, muy joven e inseguro, indefenso y a su merced, como si fuera la primera vez.
Hace calor, pero siento frío. El vello erizado tira de la piel y hace que esta duela. Bajo el ajustadísimo traje de neopreno, el corazón se esfuerza en latir y lo siento con mucha fuerza, como si quisiera salirse de mi cuerpo. Sitúo la mano sobre el pecho y noto el movimiento rítmico, profundo y un tanto acelerado de este músculo. Mi boca está seca y me cuesta tragar la escasa saliva.
Las olas arrastran los callaos de un lado para otro y algunos golpean mis pies desnudos. Con un ligero movimiento, los hundo en la arena mojada para protegerlos. Huelo el salitre que flota en el aire y enmaraña mi pelo. Oteo el horizonte achinando los ojos. Recorro cada centímetro de azul y de espuma de mar. El ruido de la marea se entremezcla con los gritos y voces de la gente que disfruta de la playa a esas horas de la mañana. Personas totalmente ajenas a mis emociones. Para ellos, soy un surfero más a punto de entrar en la mar.
A unos escasos diez metros, madre e hija me observan. Las veo de soslayo, pero estoy seguro de que están pendientes de mí. Pensarán que tengo miedo o que es mi primera vez, a pesar de que ya peino canas. Me armo de un valor que casi no tengo y doy un paso hacia delante. El corazón se me acelera y las piernas me tiemblan. Instintivamente me llevo la mano al muslo izquierdo y lo aprieto. No me duele desde hace tiempo, pero el recuerdo del dolor y del terror sentido continúa en la memoria de cada célula de mi cuerpo.
Inspiro, espiro… Una mano diminuta se agarra de mi mano.
−Papá, no tengas miedo. El pez que te mordió ya no está. ¿Quieres que nade contigo?
Bajo la vista y veo la ternura de los enormes ojos verdes de mi hija. Siento un beso cálido en el hombro.
−Vamos, Mario −susurra Clara, mi esposa.
En un abrir y cerrar de ojos, me deslizaba sobre las frescas aguas del Atlántico hasta alcanzar esas olas que tanto había echado de menos durante los últimos siete años.
Relato corto original de Laube Leal
Genial relato, la única forma de vencer los miedos es enfrentarse a ellos y sí la primera vez no se consigue, tiene que haber una segunda o una tercera si es necesario. Así es la vida y yo de miedos y bloqueos, sé mucho, habrá quien sepa más, pero los míos, son míos y te digo hoy por hoy que gano, aún queda, pero estoy muy feliz.
Mario se merece un aplauso y tu otro.
Un besazo Laura
Gracias, Mercedes. Cada persona tiene sus propios miedos. Objetivamente, es una certeza que hay miedos más fuertes y otros, menos. Sin embargo, ya sabes que para cada persona, los suyos son los más horrorosos y complicados de vencer. Y es que, querida, somos seres subjetivos.
Un besote
Me sentí reflejada porque mi temor a las olas las superé surfeando. Las emociones a flor de piel cuando estás a punto de entrar al agua y cambiar de estado, de mundo. Me ha encantado, felicidades Laura, precioso relato corto e intenso.
Yo nunca tuve miedo al mar per se. Sin embargo, con unos 10 años, una superola me revolcó y me tuvo mucho tiempo boca abajo sin dejarme salir. Para mí, pasaron minutos y sentí mucho miedo. Creo que es por lo que soy un poco claustrofóbica. De aquella, pude coger tanto miedo que me impidiera volver a meterme en el mar revuelto, pero no lo hice. A la semana siguiente volví y aunque algunas olas me revolcaron y el corazón me iba a mil por hora, no dejé que me influyera.
Todos tenemos nuestros miedos, unos basados en acontecimientos personales y otros más atávicos e irracionales, pero uno a uno debemos ir venciéndolos o, más bien, superándolos.
Me alegra que te haya gustado.
Muaccccc
Muy bueno. En cada relato se aprecia que progresas como escritora.
Y sí, a los miedos hay que enfrentarlos y trascenderlos.
Saludos.-
Gracias, querido. Es un honor que siempre te pases a leer mis cuentitos.
Muaccccccccc