Me gustaba ir al Jardín de las sombras cuando se ponía el sol. No sé por qué, pero durante el día me sentía débil y un tanto taciturno. Mis profesores me reñían porque, le decían a mi madre, estaba somnoliento y no mostraba demasiado interés por casi nada. “No es un mal niño y tiene una capacidad de aprendizaje sorprendente”, le comentaban, “pero parece que está ausente”. Mi madre, al salir de las reuniones con los profesores, me daba la mano con mucho amor como si comprendiese lo que yo mismo no podía comprender. “Te pareces tanto a mí”, susurraba con un inaudible hilo de voz mientras caminábamos hacia nuestra casa.
Mi madre era una mujer alta y delgada. Su pelo era muy oscuro y contrastaba con su piel sumamente clara, blanca y tersa como la porcelana. Tenía los ojos ambarinos, del mismo extraño color que mi abuela y, casi siempre, los ocultaba tras unas oscuras gafas de sol a la última moda. Sus andares eran elegantes, casi como los de una gata. Puede decirse que mi madre era una mujer muy guapa y diferente a las mamás de mis compañeros de colegio, pero es que, además, era sabia, atlética, de rápidos reflejos y todos sus sentidos eran tremendamente agudos. No podía hacer nada sin que mi madre supiese que lo estaba haciendo. Nada malo, se entiende. Siempre me descubría en mis fechorías de niño. No podía acercarme a la alacena donde guardaba el chocolate negro, porque, solo pensarlo, ya la oía en la distancia:
—Ni se te ocurra que luego no cenas.
Yo creía que todas las mamás eran así, pero fui descubriendo que me equivocaba.
Lo que nunca pude saber es cómo sería mi padre. Mi madre no tenía fotos de él, ni siquiera escondidas en los baúles del desván. Ni rastro de mi padre. Cuando le preguntaba a mi abuela por él, esta se quedaba aún más lívida de lo que ya era y cambiaba de tema. A mamá no le quería preguntar. Lo hice una vez y se le llenaron los ojos de lágrimas. Me abrazó y solo dijo una cosa:
—Quizás algún día te cuente quién es tu padre o, quién sabe, puede que tú mismo lo averigües.
La frasecita me confundió y no le pregunté más, pero las historias sobre mi papá ocupaban mi imaginación gran parte de mis noches en vela… ¡Qué duras eran por aquel entonces todas mis noches!
La noche me producía una ardiente desazón. Sentía que me encantaba que la negra oscuridad lo cubriese todo, pero, cuando llegaba, me obsesionaba la hora de ir a dormir. No quería irme a la cama. Permanecía horas sin poder dormir, mirando al techo. A menudo oía cómo mamá paseaba por su habitación mientras leía a su adorado Edgar Allan Poe o iba a la cocina a prepararse algún té. Me sentía descompasado. Yo quería salir a recorrer cada rincón de la ciudad y a disfrutar con todos esos olores que manaban de todas partes. Correr como un loco y divertirme saltando con los perros y gatos que siempre pululaban por mi casa. Ocultarme en las esquinas y sorprender a los borrachos que salen los últimos de los bares y darles un susto de muerte. De muerte… Me atraía eso que llaman muerte y me gustaban las historias sobre fantasmas, sobre espíritus. Como niño que era, me inquietaba, pero me interesaba mucho el tema. No creo que me gustase matar, no. Notaba escalofríos solo con pensar en dañar a algún ser vivo. Me gustaban mucho los animales y puede decirse que los prefería a mis amigos. Asimismo me gustaban las personas, algunas… Adoraba a mi madre, quería mucho a mi excéntrica abuela y respetaba a mis profesores, aunque me aburriese con todo lo que me contaban. También sentía una conexión especial con Nereida. ¡Ahhh, Nereida!
Un día del verano pasado, al atardecer, mientras estaba con mi madre y mis abuelos en la Feria de las Artes que se celebraba cada año durante el mes de julio, pude escabullirme sigiloso. Caminando, curioseándolo todo, llegué a una especie de jardín cerrado por altas verjas negras. Las plantas lo llenaban todo y noté un aroma tan delicado que decidí entrar y buscar de qué flor provenía. Mi madre me había enseñado a amar las flores y las plantas en general. Ella cuidaba con mucho mimo su jardincito de la parte de atrás de nuestra casa y me explicaba los nombres de cada flor, cuándo se plantaban y cuándo florecían. A veces, me narraba historias increíbles que ella decía que podían ser verdad. Las llamaba “mitos”. Me encantaban sus historias. Esas sí me interesaban y yo ponía todos mis sentidos en intentar no perder detalle.
Encontré una portezuela en el lateral del jardín que daba hacia un callejón. La empujé y se abrió. No me lo pensé y entré con el pecho henchido, aventurándome entre las sombras de los altos cipreses y las enredaderas que lo cubrían todo. Seguí el rastro del aroma que cada vez se hacía más intenso. Todo estaba muy oscuro, pero los perfumes de las magnolias, los jazmines y las rosas me guiaban de manera inconfundible. Alcé la cara y capté esa nueva esencia arrebatadora. No la identificaba, pero tampoco me era desconocida.
Caminé durante unos minutos por un estrecho sendero de piedras de río. Durante un instante, tuve la impresión de que árboles y plantas se contraían para abrirme el camino, pero eso no podía ser. En los mitos de mi madre, todo era posible, no obstante. La tarde había dado paso a la noche, pero yo no la temía. Justo delante, entre las sombras, me pareció vislumbrar una especie de estanque. La luz de la luna hacía reflejos plateados en el agua calmada. Caminé hacia allí y vi que se trataba de un claro en el centro de ese bello jardín en medio de la ciudad. No era el jardín típico de las grandes casonas de la zona alta de la ciudad y, además, parecía abandonado. Sin embargo, era evidente que alguien lo cuidaba muy bien. Todo estaba limpio y esplendoroso, a pesar de la maraña de enredaderas cubriéndolo todo.
Me acerqué al estanque. Era precioso. Las hojas de los nenúfares parecían un brillante mantel sobre las límpidas aguas. Había algunos nenúfares cerrados aún, a pesar de que, por la hora, deberían haber abierto sus hermosas flores. Solo uno de ellos se exponía a mi mirada. Era perfecto. De un amarillo suave, casi etéreo. Parecía girar muy lentamente sobre la superficie del agua. Pensé que el aroma debía proceder del nenúfar abierto, aunque nunca había visto ninguno que oliese tan intensamente. Desprendía un aroma afrutado, pero muy sutil. Una remembranza a violetas después de la lluvia y a las aguas frías de un riachuelo después del deshielo. Durante un segundo desvié la mirada y vi mi reflejo en la superficie cristalina del estanque. Parecía distinto. Un niño más mayor, hermosamente pálido y apuesto.
Volví a mirar al nenúfar, pero ya no estaba allí. ¿Cómo era posible? ¿Se habría cerrado? No podía ser. ¿Hundido, quizás?
—Psssssss.
Oí que alguien me llamaba desde atrás y me giré lentamente. Allí había una chiquilla que resplandecía como un ángel bajo la luz argentada de la luna. Recordé una de las historias que me narraba mi madre mientras arreglaba el jardín. Me hablaba de las ninfas que habitaban arroyos, bosques, ríos e incluso montañas.
—Hola, me llamo Nereida. ¿Quién eres tú?
—Soy Igor. No te había visto. ¿Es este tu jardín? —respondí sorprendido y extasiado por la belleza extrema de la chiquilla.
—Vivo aquí, pero no me pertenece.
—¿Vives en este jardín? —giré la cabeza intentando atisbar alguna casa de la que hubiera salido esa chiquilla de rizos de un color rubio tan claro que no parecían reales.
—Sí, vivo ahí —dijo señalando el estanque con un ligero movimiento de barbilla.
—¿En el estanque? —respondí al tiempo que me daba la vuelta hacia ese lugar.
Noté un aire fresco y un perfume a limpio rodeándome. Un ruidito de sordo chapoteo y unos círculos concéntricos en el agua del estanque, alrededor del nenúfar de color amarillo claro.
Busqué a Nereida por todo el jardín durante largo rato, pero había desaparecido. Volví al estanque y miré cómo la luz plateada de la luna acariciaba los finos pétalos de esa flor. Me invadió un sentimiento que me llenó tanto que me eché a llorar. Mis lágrimas cayeron en el estanque y un ligero vaivén agitó el nenúfar que pareció iluminarse durante un fugaz instante.
Era tarde y sabía que mi madre y mis abuelos estarían preocupados, así que busqué el sendero de piedritas de río para salir del jardín. Fue fácil, porque, ahora sí, me percaté del desplazamiento silencioso que plantas y árboles hacían para señalarme y abrirme el camino. No lo pensé y simplemente caminé por él.
Llegué a la portezuela por la que había entrado e instintivamente me volví.
—Búscame al atardecer, Igor —susurró una voz dulce, como de cascabeles de cristal.
Sonreí y corrí hacia la Feria de las Artes. A lo lejos, vi a mi madre y a mi abuela que hablaban en una especie de corrillo con tres personas más. Mi madre sintió mi presencia y se giró. Corrí hacia ella y la abracé con todas mis fuerzas. Ella me rodeó con sus brazos, me besó en la frente y me dijo muy bajito al oído:
—Tranquilo, Igor —susurró mi madre como si ella comprendiese todo con solo mirarme.
—Mamá… —balbuceé.
—Has conocido a alguien, cariño mío, ¿verdad? No te preocupes, Igor. Lo irás entendiendo todo poco a poco. La abuela y yo te ayudaremos.
Mamá y la abuela se miraron con mucha complicidad y sonrieron como si se les iluminase el alma. Ambas me tomaron de la mano y regresamos a casa.
Desde entonces, no hay tarde de verano que no regrese al Jardín de las sombras a reunirme con Nereida. Sé que nuestra historia no será eterna, pero, salvo quienes son como yo, ¿quién vive para siempre?
Relato original de Laube Leal.
Me he quedado con ganas de leer toda la novela Laura. ¡Qué pena que sea un relato corto! o ¿no?.
Quizás esta historia me inspire en un nuevo cuadro y, tengo que decirte que la imagen que lo ilustra es preciosa, me invita fácilmente a querer pintarlo.
Muacksssss
Te puedo decir, Mina, que primero fue la foto y el relato cabalgó detrás de ella. A veces, tengo una historia en mente y busco una foto con la que hacerla físicamente real; pero, en muchísimas ocasiones, es ver una foto, una imagen o un paisaje y la historia va detrás. De esto hablaré en algunas semanas.
Gracias. Un besito.
Precioso. Gracias por compartirlo.
Un abrazo.
Muchas gracias, María.
Un besito.
Madre mía, Laura!!! Siempre me dejas con ganas de más una pena que sea un relato corto!!! Me ha encantado!!!! Besitos
Es la cosa de los relatos cortos… Cada uno debe imaginar ese plus. Me alegra que te haya gustado.
Un beso.
Yo también quiero más. Tienes un don para escribir. Gracias por hacernos soñar
Muchísimas gracias, Nuri. Me encanta hacerte soñar.
Muaccccccccccc.
¡Ohh Laura!, Qué precioso relato, es dulce y a la vez intrigante, es tierno, es puro amor, noto tu sensibilidad al leerlo o ha sido la mía, he sentido escalofríos en algún momento, me ha recordado algo que me pasó ayer y que ya te contaré o lo leerás.
Me ha encantado, felicidades.
Un besote.
Es uno de mis relatos favoritos. Reúne muchas cosas que me apasionan, desde la mitología, hasta la fantasía, pasando por los relatos negros…
Gracias por tus palabras. Un besito.
Algo que mis hijas leerián con mucho gusto. Veo en este relato a las dos. Tienen el mismo gusto de literatura juvenil fantasía. Me ha gustado.
Un beso Laurita.
¿Lo han leído finalmente tus hijas? Espero que les gustase.
Un besito, reina.
que bonito escribes!!!!! me has tenido expectante hasta el final… un relato corto precioso!!!!me encanta como te has inspirado en la foto. Me encantaría leérselo a la peque…
Gracias,
Puedes leérselo, Loly. Los niños absorben mucho, incluso aunque no entiendan, los sonidos van haciendo su labor didáctica.
Me alegra que te guste y sí, las fotos suelen traerme inspiraciones así. ¡Me dan unas alegrías!
Un besote.