La punzada en la sien

 

Entré corriendo por la puerta, que estaba abierta. La vi de pie. Parecía una niña perdida. Me miró a los ojos. Cuando no me dijo nada, comprendí lo que había sucedido.

Su cara estaba pálida y surcada por regueros oscuros de lágrimas secas. Sus brazos caídos a ambos lados de su cuerpo parecían pesados y le temblaban las manos. En sus labios se apreciaba un ligero movimiento, pero no lograba articular palabra. Tenía la ropa manchada de sangre y el pelo alborotado y mojado.

Un hombre yacía en el suelo, boca abajo. Tenía el cabello húmedo. La pierna izquierda flexionada y la derecha en una extraña posición, con el pie descalzo girado hacia dentro. Bajo su cuerpo se desparramaba un gran charco de sangre. Era oscura y densa, diferente a la que suele emanar de una herida al afeitarse. Había un evidente olor metálico que me revolvió las tripas. Siempre se me revolvían, a pesar de que tendría que estar ya acostumbrado. Pero no.

La mesa baja entre los sillones estaba fuera de su sitio y las cajitas y libros que solían estar sobre ella, desperdigados por todas partes. Dos copas rotas derramaban vino sobre la mesa. Un jarrón transparente se había caído sobre la alfombra, pero no se había roto; solo la había mojado. Las flores, unas extrañas que tanto le gustan, podían verse esparcidas por todo el salón.

La miré y no hallé su mirada. Se mantenía impávida, ajena a toda aquella locura que parecía haberse desatado en esa casa. Solo el ligero temblor de las manos y el susurro sordo de sus labios parecían atarla a la realidad. Quería abrazarla y darle consuelo, pero sabía que no debía hacerlo hasta que llegase la policía y las sirenas ya se oían.

Llegaron primero los sanitarios, que se acercaron con mucho cuidado al cuerpo del hombre tirado en medio del suelo del salón. Sacudieron la cabeza y comenzaron a escribir en unas tablillas. Al momento, entraron varios agentes de policía; todos uniformados salvo uno. Se dirigió a mí y me llamó por mi nombre. Oí como le decía a los demás que era un compañero. Todos me miraron. Y a ella. En unos instantes, la casa se había llenado de gente que corría de un lado para otro. Ya tendría que estar acostumbrado. Pero no.

Me apartaron del lugar y comenzaron a hacerme preguntas, tal como habría hecho yo en otras circunstancias. A lo lejos, observé como alguien le ponía a ella una manta por encima. Vi cómo parpadeaba y, durante unas milésimas de segundo, un destello de rabia pasó por sus iris verdosos. Levantó la mirada hacia mí al tiempo que el compañero que le hacía las preguntas hacía lo mismo. Sentí una punzada en la sien. Un grupo de sanitarios comenzó a llevarla hacia la ambulancia que esperaba fuera de la casa. Mientras pasó por mi lado atisbé una mueca extraña y casi invisible en su boca. ¿Una sonrisa…? Una segunda punzada me mordió la sien.

 

Relato original de Laube Leal.

 

 

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5 Comentarios

  1. Natalia

    Y aquí a volar con la imaginación, una mujer que mató a quien no quería, al final el policía lo confirmó con sus punzadas y aquella sonrisa sutil, él acostumbrado a ese tipo de escenas pero no..;. a esta en particular, no. Una amante, una chuiquilla enamorada, una mujer abusada… esa manera de relatarnos y de describir la escena desde el sentir del agente hace que me vaya en seguida a aquella escena con las punzadas en la sien y en el corazón.

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    • Laube Leal

      ajajajajjajajajajaja Veo que también tienes una imaginación calenturienta. jajajajaja

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